Lucía ya tiene diez días de vida, pero en el mundo de los niños los días tienen 40 horas, o al menos así te lo parece cuando eres padre, así que, en realidad, ya es casi una adolescente.
El mundo de los niños no es ‘El País de Nunca Jamás’, sino la ‘República de en todo momento y a todas horas’. Jamás había pasado tanto tiempo pendiente de una persona, de su pecho, para ver si respira, de sus pestañas, por si se despierta, de sus manos, para que no se arañe, de sus pies, para que no se enfríe. Mentiría si dijera que no cuesta, porque cuesta mucho mantener los párpados levantados a las cuatro de la mañana mientras Susana le da el pecho a la criatura. Cuesta, pero no me importa.
Y eso que yo no hago prácticamente nada. El hombre aporta bien poco durante el embarazo, pero mucho menos en los primeros días de vida. Es ella quien le da el pecho, ella es el corazón que Lucía reconoce y el olor de piel que le hace sentir como en casa. Tú te dedicas a mirar, a mantenerte despierto como un centinela, a abanicar suavemente mientras Susana y la niña se sudan mutuamente las barrigas, y poco más.
Lo de Susana no tiene nombre, parece una superheroína de los cómics de la Patrulla X. No importa que esté destrozada por la falta de sueño, que tenga los pezones agrietados por el uso y una raja en la barriga como una hucha, porque en cuanto gime la niña, se levanta de la cama, forma una barra de bar con sus brazos y le sirve un cuenco de leche.
Este restaurante funciona las 24 horas del día, como en los aeropuertos, quizás por eso la cocinera, y este triste camarero, tienen cara de jet-lag. Por suerte, desde hace un par de noches, la niña se está amoldando a los husos horarios europeos, y dormimos seis o siete horas durante la noche (con interrupciones, por supuesto). Claro que, en cuanto cierras los ojos, comienzas a soñar con tetas, pañales, pezoneras, calcetines, mercromina, cordones umbilicales y crema Mustela. Pero esa es otra historia…